“El instante en que los sueños dejaron de ser síntomas y empezaron a conspirar con el arte para cambiarlo todo”
Durante más de doce años, Julián asistió cada martes y jueves a la misma consulta: un consultorio en Almagro, con estantes que olían a libros viejos y una lámpara que temblaba con cada colectivo que pasaba por la avenida. Frente a él, el Dr. Krauss, psicoanalista serio y elegante, anotaba con letra microscópica cada símbolo onírico que Julián compartía.
—Soñé con una ballena que caía del cielo y me ofrecía un reloj de arena —decía Julián, aún agitado por la intensidad de la imagen.
El doctor asentía con gravedad, y entonces comenzaba la faena: el análisis, la interpretación, la búsqueda del trauma escondido en el reloj, en la ballena, en la arena. A veces hablaban durante semanas solo del color del cielo en aquel sueño, tratando de encontrar la raíz de lo que Krauss llamaba “el nudo simbólico inconsciente”.
Años y años pasaron así, y sin embargo Julián no se sentía más cerca de la paz. Seguía soñando cada noche con escenas tan imposibles como hermosas, tan inquietantes como profundas: ríos que fluían hacia arriba, niñas que hablaban en idiomas inventados, escaleras que llevaban a habitaciones dentro de su propio pecho. Y lo peor: cada mañana, tras contarlos, los sueños se disolvían en significados que le resultaban ajenos. Sentía que estaba perdiendo algo... algo valioso.
Un día, Julián se hartó.
—Doctor —dijo mientras se ponía el abrigo sin esperar el final de la sesión—, yo ya no quiero entender. Quiero vivir.
Salió del consultorio como quien deja un idioma que ya no necesita hablar. Vagó sin rumbo durante un tiempo, entre cafés, cuadernos de apuntes y largos paseos nocturnos. Hasta que, por recomendación de una amiga, conoció un espacio diferente. Un sitio cálido, sin diván, donde lo recibieron con mate, música suave y una sonrisa sin pretensión de escudriñarlo.
Allí conoció a su Consultora Psicológica, Clara, quien le dijo algo que lo desarmó:
—Y si en lugar de analizar tus sueños, los abrazás como relatos vivos... ¿qué pasaría si los escribís como cuentos? ¿Qué pasaría si no están rotos, sino que quieren ser arte?
Julián no supo qué responder. Pero algo en su pecho se aflojó.
Así empezó un nuevo camino. Cada semana escribía sus sueños. No para desmenuzarlos, sino para darles forma, textura, color. Clara lo alentaba a usar todos los recursos posibles: dramatizarlos, musicalizarlos, pintar escenas. Pronto descubrió que lo que le pasaba no era un problema: ¡era una fuente inagotable de creación!
Publicó su primer libro: “Soñar sin Freud”, una colección de cuentos oníricos tan hermosos como absurdos. Luego vinieron las exposiciones interactivas, los cortometrajes animados, y finalmente, una serie multimedial donde cada episodio era un sueño suyo hecho arte. La gente se fascinó. El proyecto fue un éxito global.
En un reportaje, mientras recibía un premio por su trayectoria artística, le preguntaron:
—¿Cómo logró transformar una dificultad en una carrera tan brillante?
Y él respondió, mirando directo a cámara, con una sonrisa que parecía recién nacida:
—Aprendí que un problema solo es problema cuando se lo ve mal… lo mismo, visto desde el bien, puede ser la solución.
Y al decir eso, supo que no solo estaba hablando de sus sueños.