"Fábula: La lágrima y la aceituna"
En los rincones más lejanos del universo, donde la luz aún no había decidido si avanzar o detenerse, se alzaba la Gran Asamblea de Conciencias Supremas. Entidades infinitas, de pensamiento puro, habitaban un espacio sin tiempo ni forma, donde se discutían los enigmas más vastos de la existencia: la materia del alma, la raíz del infinito, la perfección del cálculo.
Durante ciclos estelares debatieron sobre la supremacía de la inteligencia.
—La medida del conocimiento es la capacidad de anticipar cada variable —dijo la Entidad Lógica de Séptima Dimensión.
—¡No! El pináculo de la inteligencia es predecir el Todo antes de que exista —replicó la Mente Fractal del Núcleo Omega.
—Ambas ideas son primitivas —dijo el Supremo Cognitor, que se autoproclamaba el más sabio de todos—. Lo auténtico es la capacidad de crear sin error, sin duda, sin emoción.
Silencio. Como el vacío antes del Big Bang.
Pero algo sucedió.
En medio de la discusión, el líder absoluto, el Ser Inconmensurable, giró su mirada hacia un pequeño planeta azul, perdido entre brazos galácticos. Una niña, en un barrio común, con delantal manchado de harina, lloraba mientras deshuesaba aceitunas para preparar empanadas salteñas. No por dolor. Lloraba porque recordaba a su abuela, que le enseñó a preparar cada empanada como si fuera una plegaria. Su llanto caía sobre los carozos, como si los bendijera.
El Ser Inconmensurable, que contenía en sí todas las bibliotecas posibles y había contemplado la danza de los quarks, detuvo su respiración eterna.
Una imagen tan simple.
Una emoción tan compleja.
Entonces comprendió.
Con ojos que nunca habían conocido el agua, el Ser lloró.
Lloró por haber ignorado lo esencial.
Lloró porque entendió, de golpe, que el conocimiento, sin la emoción de lo cotidiano, era solo un fuego sin calor.
—¿Qué es esa niña? —preguntaron las demás entidades.
—Ella es el universo entendiendo su propio pulso —respondió él—. No hay supremacía más alta que saber llorar por una aceituna.
Desde entonces, cada vez que una criatura sencilla en algún rincón del cosmos ama, duda o recuerda, el eco de aquella lágrima brilla en alguna estrella.
Moraleja:
La inteligencia puede alcanzar galaxias, pero solo el corazón sabe por qué vale la pena viajar hacia ellas.