Una noche sin nombre descendía como un manto sobre el Valle del Silencio, un lugar donde nadie hablaba, pero todo gritaba.
Allí, en medio de un claro de niebla, apareció una figura vestida con palabras rotas y ojos que nunca habían visto lo que buscaban. Caminaba con la extraña urgencia de quien no huye, pero tampoco llega.
—¿Sos? —preguntó al viento, pero el viento estaba ocupado haciendo remolinos con secretos que nadie se atrevía a decir en voz alta.
Del suelo surgió un eco:
—¿Quién Sos?
Era una voz sin dueño, un reflejo sin espejo, como si la tierra misma se hubiera despertado por un instante para devolver la pregunta.
La figura tembló. Su cuerpo no era carne ni sombra, sino una especie de piel hecha de recuerdos ajenos. Sus pasos eran llamados de ayuda camuflados de decisión.
—No sé quién seas —dijo, casi llorando por dentro— pero yo vine a ver quién Sos…
Y entonces, algo se quebró.
No afuera. Adentro.
Un muro sin ladrillos. Una certeza que nunca fue propia.
Apareció un niño sin edad, con un farol apagado en la mano y una cicatriz en forma de signo de pregunta sobre el pecho.
—¿Me buscabas a mí? —preguntó, con esa voz que tienen los sueños que aún no se animan a nacer.
—No lo sé… —respondió la figura—. Pero escuché un grito. Muy lejos… o muy adentro. Y vine. Porque a veces venir es la única forma de gritar con los pies.
El niño sonrió. Se tocó la cicatriz y dijo:
—Esto no es una herida. Es un mapa. Marca el lugar donde dejé de ser lo que esperaban de mí. Y desde ahí, comencé a preguntarme.
Se miraron. No como dos personas. Sino como dos memorias que por fin se reconocían sin miedo.
El niño le ofreció el farol apagado.
—Prendelo con lo que arda en vos.
La figura lo tomó. Cerró los ojos.
Y recordó el primer “ayuda” que nunca dijo, el primer “¿quién soy?” que no se atrevió a pensar.
Entonces el farol encendió. Pero no con fuego. Con lágrimas.
Luz líquida. Calor de verdad no dicha.
Y en ese instante, comprendió:
no había venido a encontrar a alguien.
Había venido a escuchar ese grito que él mismo había soltado, sin saber que era suyo.
Allí, en el centro del Valle del Silencio, dos seres que eran el mismo se abrazaron sin tocarse.
Porque el auxilio más profundo no se grita: se camina.
Y la pregunta “¿Sos?”
—como una flor entre escombros—
seguirá floreciendo en cada paso que damos hacia nosotros mismos.