"La pincelada torcida"
En el pueblo de Rúnika, donde los colores estaban regulados por decreto y los trazos obedecían a manuales de perfección estética, vivía Lía, una joven pintora que jamás terminaba un cuadro.
No era por falta de talento. De hecho, su pulso era impecable y su paleta, exacta. Pero cada vez que estaba a punto de firmar una obra, surgía lo mismo: una línea torcida, una mancha de óleo que se escurría donde no debía, un mínimo descuido.
Y entonces, lo destruía todo.
Decían que era una perfeccionista. Pero en realidad, Lía era la única que escuchaba una voz diminuta que murmuraba detrás del error:
—Acá hay algo que no sabés todavía...
Una tarde, tras meses preparando un mural para el Gran Certamen de la Claridad —el evento donde se premiaban las imágenes más nítidas, simétricas y limpias del año—, Lía cometió el peor de sus fallos.
Mientras agregaba la última capa de luz al rostro de la figura central, su mano resbaló y un manchón de azul oscuro cubrió media cara.
Se quedó inmóvil.
Ya no quedaba tiempo.
La frustración le subió como una fiebre. Iba a abandonar, como siempre. Pero por alguna razón, esa vez no destruyó nada. Se sentó frente al mural y lo miró. Y miró. Y volvió a mirar.
Y ahí ocurrió.
La mancha, que al principio parecía arruinarlo todo, tenía la forma de una sombra. No, más que eso: parecía una parte de la emoción del rostro. Una tristeza contenida. Una grieta humana. Una verdad.
—¿Y si esto es lo que faltaba? —pensó.
No tocó nada más. Lo entregó así. Con la "mancha".
La crítica del jurado fue demoledora. Dijeron que era un insulto al orden visual, que no se podía premiar una obra con semejante falta. La descalificaron.
Pero el público... se detuvo. Se conmovió. Gente que nunca lloraba, lloró.
Porque en esa sombra torcida, todos vieron su propio error. Su propio desvío. Su parte negada.
Con los días, empezaron a replicarse versiones de la obra, y lo que antes se escondía empezó a volverse símbolo.
Nacieron nuevas escuelas de arte: El Gesto Involuntario, La Mancha Revelada, La Imperfección Sagrada.
Y aunque Lía jamás volvió a competir, siguió pintando errores, y cada uno fue una llave.
Así fue como el error, al final, no sólo no arruinó la obra:
era la obra.