“Y todo se arregló con un heladito”
Había una vez un tipo llamado Roberto. No “Robert”, ni “Beto”: Roberto entero, como lo anotaron en el registro civil mientras su madre gritaba de dolor y su padre buscaba la máquina de fotos sin batería.
Roberto era el clásico personaje que, si pisaba una baldosa floja, le salpicaba lodo en el único pantalón limpio que tenía. Si pedía un café, se lo daban descafeinado. Si iba a una cita, llovía. Si no iba, también llovía, pero solo sobre él.
Su vida era una serie de pequeños desastres encadenados: se le vencía el alquiler el mismo día que se le rompía la bicicleta, lo echaban del trabajo el lunes y se enteraba el viernes, y su cactus, Ramón, lo había abandonado (sí, lo dejó por un vecino con más sol).
Una tarde, luego de que un dron le arrojara una pizza ajena en la cabeza y el delivery se negara a compensarlo porque “la pizza llegó entera, señor”, Roberto decidió rendirse. Caminó sin rumbo hasta encontrarse frente a una heladería.
Entró, derrotado. El mozo lo miró con ternura: parecía un dibujo animado mal borrado.
—¿Qué va a llevar, campeón? —preguntó.
—No sé… ¿qué tienen para alguien que perdió la dignidad, el equilibrio emocional y una pizza?
El heladero, sin titubear, le sirvió una bocha de dulce de leche granizado con una sonrisa sabia, como si supiera que aquello era mucho más que helado.
Roberto se sentó en una banqueta pegajosa y dio la primera cucharada.
Y algo cambió.
No exageremos: el clima no mejoró, el cactus no volvió, ni apareció mágicamente una nueva bicicleta. Pero por alguna razón, en ese instante, el universo aflojó los hombros.
La gente ya no le parecía tan molesta. Recordó un chiste. Sonrió sin querer. La segunda cucharada le supo a infancia. La tercera, a “todo va a estar bien”.
A la semana consiguió un trabajo como catador de postres (porque se animó a preguntar en la heladería si necesitaban personal, y sí, necesitaban a alguien con experiencia en desastres emocionales y amor por el dulce). Su cactus le escribió desde el balcón de enfrente (aunque no volvieron, quedaron en buenos términos). Y la pizza... bueno, la pizza quedó en la historia.
Desde entonces, cuando alguien cuenta que todo le sale mal, Roberto solo dice:
—¿Probaste con un heladito?
Y guiña el ojo, como quien ya entendió el misterio de la vida: a veces, todo se acomoda con una cucharita fría y dulce entre las manos.