Fábula: "El hechizo de los almohadones"
"El hechizo de los almohadones"
Había una vez, en un rincón olvidado del tiempo, un mago que no vivía en una torre ni en un bosque oscuro, sino en un suspiro. Así lo decían los ancianos: “Cuando sientas un suspiro profundo sin razón, es que el mago ha pasado por tu alma.”
No tenía nombre. O tal vez sí, pero los nombres no servían para quien ya se había despegado de toda necesidad. Él no pedía oro ni rezos ni lealtades. Observaba. Sentía. Y cuando era necesario, intervenía.
Una tarde suave como terciopelo, el mago percibió una tristeza silenciosa en la humanidad. No era un llanto, ni una guerra, ni una enfermedad. Era algo más sutil: la falta de reposo del alma. Las personas dormían, pero no descansaban. Abrazaban, pero no sentían. Hablaban, pero no se escuchaban. Todo estaba lleno de ruido, incluso los silencios.
Entonces, el mago descendió.
Caminó por las casas sin ser visto, y tocó con su dedo las camas de todos los seres humanos. Allí donde su dedo descansaba, un objeto cotidiano se transformaba: los almohadones, esos compañeros anónimos del sueño, comenzaban a brillar suavemente desde dentro, como si guardaran un secreto que aún no podía ser pronunciado.
Al día siguiente, nadie notó nada extraño. Pero aquella noche, al apoyar sus cabezas, los humanos sintieron algo nuevo. No era sólo comodidad. Era una forma de sostén para el alma. Un susurro suave, apenas un roce en el pensamiento. En sueños, algunos escucharon una palabra nunca antes dicha: “almahydones”.
Algunos despertaron llorando. Otros despertaron en paz. Y nadie entendía por qué, pero comenzaron a recordar cosas olvidadas: el primer dibujo de su infancia, una caricia de su abuela, un perfume que ya no existía. Empezaron a hablar más lento. A abrazar más largo. A mirar a los ojos.
Pronto, los sabios se reunieron. Querían entender qué eran esos almahydones. ¿Un fenómeno? ¿Una señal divina? ¿Un virus onírico? Discutieron durante semanas, hasta que un niño que dormía con su gato les interrumpió con una risa y dijo:
—No hay nada que entender. Es como si los almohadones hubieran aprendido a soñar con nosotros.
Y entonces, se supo: el mago había hecho un hechizo suave y sin precio, un regalo puro. No buscaba gratitud ni templos. Había tomado una palabra cansada, “almohadones”, y la había soplado con amor, transformándola en “almahydones”: los sostén del alma, los portales nocturnos hacia la evolución interior.
Desde entonces, cada vez que alguien duerme en paz profunda, el mago sonríe desde algún rincón del suspiro.
Y en algún lugar, en una almohada cualquiera, una chispa de transformación sigue ocurriendo, sin que nadie lo pida, ni lo compre, ni lo entienda.