Fábula: "La condena del mal"
Fábula sobre el fin de la corrección y el nacimiento de la libertad
Había una vez una sociedad suspendida en el filo entre el cielo y la tierra. Su nombre era Veredictia, y sus habitantes —serios, pulcros, ordenados— se llamaban a sí mismos los Custodios del Bien. No eran jueces en un tribunal, sino algo más profundo: eran corregidores de la existencia.
Cada gesto, cada emoción, cada pensamiento pasaba por el tamiz del “deber ser”. Si alguien sonreía cuando debía estar serio, se corregía. Si sentía enojo, lo anulaba. Si un pensamiento impuro cruzaba su mente, se avergonzaba y lo expulsaba como un intruso. Allí, todo lo que no era controlado, era considerado una falla. Y todo lo que escapaba al estándar de perfección debía ser corregido.
Un día, sin previo aviso, una niebla espesa descendió sobre la ciudad. Del centro de esa niebla surgió una voz sin forma, sin rostro, sin intención.
Solo dijo:
“Desde hoy, toda corrección será condena. Cada impulso por arreglar será una prisión. Cada intento por controlar, una trampa.”
Y entonces ocurrió lo impensable: cada vez que alguien pensaba que debía corregirse, quedaba atrapado en eso mismo que quería cambiar. Quien intentaba borrar su tristeza, quedaba congelado en un llanto interminable. Quien deseaba corregir su deseo, se consumía de ansiedad. Quien quería callar su miedo, se paralizaba sin poder moverse. Incluso corregir el impulso de corregir, generaba una doble condena.
La ciudad entera se transformó en un laberinto de autoenjuiciamientos que se multiplicaban sin fin. Mientras más querían salir, más se enredaban. Cada pensamiento de “esto no debería ser así” era una nueva cadena.
Hasta que, entre los escombros de tanta corrección, un anciano —que había sido el más rígido de todos— cayó exhausto. Ya sin fuerzas para corregirse, dejó de resistir. Se permitió temblar. Se permitió sentir. Se permitió pensar sin editar.
Y en ese instante, nada lo atrapó.
Por primera vez, algo dentro de él se relajó como una flor abriéndose al sol. Comprendió que la única salida no era seguir pensando mejor, ni sentir mejor, ni actuar mejor... sino dejar de creer que debía ser distinto a lo que era.
Comenzó a hablar. No desde el juicio, sino desde la experiencia. Pronto otros lo escucharon. Y poco a poco, las personas empezaron a practicar lo impensable: la aceptación incondicional absoluta. Sin condiciones. Sin excepciones.
La voz volvió a sonar, esta vez como un susurro que acariciaba en lugar de oprimir:
“La condena termina donde termina la corrección.”
Desde entonces, Veredictia ya no juzga, ni corrige, ni intenta “mejorar”. Es un lugar donde las personas viven lo que son, sin querer cambiarlo antes de vivirlo. Y desde ahí, sin quererlo, todo se transforma.
Moraleja:
Quien busca corregirse sin aceptarse, se encierra en un círculo sin salida. Solo la aceptación radical de lo que es puede abrir el verdadero camino hacia el cambio.