La Matemática de los Gusanos Enamorados
(un cuento para quienes aún sienten vértigo al girar dentro de sí mismos)
En un rincón escondido del cosmos —ni arriba, ni abajo, ni muy lejos de tu ombligo— vivía una pequeña colonia de gusanos traslúcidos que habitaban bajo la raíz de un árbol que nunca daba frutos, pero sí sueños.
Entre ellos, estaban Ella y Él. Gusanos sin nombre, porque los gusanos no usan palabras: se reconocen por la curva con la que se doblan al saludar.
Pero estos dos… hacían espirales cuando se encontraban.
Y eso —en su mundo rectilíneo— era escandalosamente hermoso.
Ella tenía un modo de arrastrarse que dejaba formas raras en la tierra: no líneas, no túneles… sino signos.
Él, curioso, comenzó a seguir esas marcas como si fueran coordenadas secretas. Y cada vez que lo hacía, sentía algo que no sabía nombrar, pero lo hacía temblar muy despacio, como una raíz emocionada.
Una lombriz vieja, que hacía cálculos con piedras y gotas de rocío, les dijo un día:
— Lo que ustedes hacen es amor fractal.
— ¿Fractal? —dijeron al unísono, haciendo espirales sin querer.
— Sí —dijo ella con gravedad cómica—. El patrón que repiten en sus recorridos no se agota. Cuanto más se acercan, más infinitos se vuelven.
— Pero si somos solo gusanos…
— Precisamente. Todo lo grande nace en lo blando.
Así descubrieron que lo que sentían no era casualidad.
Cada curva que trazaban al encontrarse se parecía a la que habían hecho la última vez… solo que más profunda.
Y cuando se alejaban, por miedo o por error, esas curvas se abrían como ramas secas, pero dejaban huellas que podían volver a leerse si uno sabía mirar.
Era una matemática del afecto:
No sumaban pasos, sumaban silencios.
No medían distancias, sino pausas.
No se restaban al alejarse, se multiplicaban en el recuerdo.
Y una noche —cuando la luna estaba tan baja que parecía mirar por debajo de la tierra— entendieron todo.
El amor no era una línea recta.
Era una fórmula sin resolver.
Una ecuación llena de incógnitas… que se resolvía no con lógica, sino con presencia.
Los otros gusanos empezaron a imitarlos.
Ya no se movían solo para alimentarse o esconderse.
Empezaron a hacer espirales lentas, a dejar trazos que no llevaban a ningún lugar útil… pero sí a un tipo de encuentro que hacía vibrar la tierra de otra forma.
El árbol, entonces, dio su primer fruto.
Y no era manzana ni flor.
Era un símbolo:
una curva infinita dibujada en el aire por dos trazos que nunca se tocaban… pero bailaban cerca.
Desde entonces, cuando alguien se enamora y no entiende por qué llora al mismo tiempo,
cuando sentís que te acercás a alguien pero también te perdés un poco,
cuando repetís gestos con alguien como si fueran palabras sin nombre…
estás repitiendo, sin saberlo,
la antigua fórmula escrita bajo tierra,
la más viva de todas las ecuaciones:
la matemática de los gusanos enamorados.